viernes, enero 02, 2004

Visado del Olvido

Atado dejó un hilo
a su tobillo,
por si allí en su recuerdo hecho un ovillo,
precavido,
no visaran su olvido.



        Dijo sí y además muchas gracias y contuvo las ganas de gritar la puta madre que los parió ,por vergüenza más que por sentirse culposamente desagradecido, cuando el empleado le selló la visa y le dijo "ciudadano español, entonces... lo esperamos a su regreso". Alzó hasta su hombro la mochila más grande entre las pequeñas que consiguió con promesas de argentino en Gijón y se miró inerte en el pasaporte donde se descubrió con la cara más roja que en Paternal cuando se sacaba fotos, tal vez por causa del frío en aquel día de retratarse en cuatro por cuatro. En Argentina el tiempo le pasaba más rápido, pero, eso sí, en España había envejecido efectivamente dos o tres años y madurado otros pares, si la edad es fértil en la experiencia.

        A mi me había llamado dos días antes de volver y a algunos de los chicos creo que también pero no los encontró y me dijo que cualquier cosa les avisara yo; me olvidé por despistado o por egoísta, pero era una mentira fácil de sostener. Anoté en un papelito que debía llegar cerca de las seis de la mañana; entonces estuve solo en el aeropuerto desde la madrugada, tipo cuatro, hora en que la noche pide ser mas silenciosa.

        A las siete y cuarto lo vi pasar como un muñeco sobre una cinta transportadora y detrás de un vidrio, como a dos pisos o a cinco metros de altura más o menos. Él y los otros pasajeros -¿hizo Fer un gesto pícaro marcandome a la rubia de adelante?- parecían humanos de fábrica, una producción en serie de personas; en tanto nosotros -familiares, amigos y recepcionitas de ocasión-, coleccionistas sedientos, empresarios de la bienvenida desgastados por la espera, irritados por la soledad tumultuosa de los aeropuertos. Pensé, sintiéndome algo tenso y tal vez aburrido, en que estúpidamente estaba incómodo por no ser protagonista de la escena y en que su prima no había venido por lo que sólo yo lo recibiría.

        Tan mal no estuvo que cuarenta minutos después -supuse alguna burocracia de equipaje, de aduana o etiquetación de mercancía humana- lo viera bajar detrás de otros por la escalera mecánica. Mirá vos, casi igual que cuando nos fuimos de vacaciones a San Bernardo, con el color rosado de la piel blanca cuando se expone al primer sol del verano, el pelo mojado con la mano y ojos atentos a oportunidades pero sin extraviarse en mirada codiciosa y un poco más alto o más flaco. Año y medio después, casi igual que antes, que siempre, pero tan distinto: cara de no entender la alegría, de infelicidad o de qué hacía volviendo a donde nunca se fue. En realidad, rostro abigarrado, que no pude distinguir y que esfumé por miedo a que de hecho no fuera el mismo, justo él mismo, Fernando; o a que llanamente no fuera lo mismo porque la distancia cortó el hilo que enredamos en las esquinas con gambetas y derrotas, en los sueños con cerveza, mani y realidad.

        Sonrió e hizo un ademán con sus brazos, como siempre, haciendo bailar el aire, juntando recuerdos en un círculo de gestos. Se abalanzó raudamente hacia mi. Nos abrazamos, él más a mi y a la Argentina. Nos miramos rápido mientras él cercaba los bolsos entre sus piernas por las dudas, otro abrazo, prolongado.

        -¡Qué háces tío! -bromeó, exagerando el acento español como si contara un chiste.
        -¡Estás cambiado, boludo eh!- mentí apenas, alegremente para no delatar mi sospecha. Intuyó, creo, que yo sabía que todavía no era él. Empezamos y nuestra primera coincidencia nos alivió:
        - Al fin, la puta madre que los parió - dijo despacito y me empezó a contar, riéndose, la historia de la mochilita que pidió prestada a un gallego hincha del Sporting y que le devolvería cuando regresara a España.