Enrique y el rescoldo de espuma
        Le sirvieron la cerveza en un vaso esbelto que apretó contra la mesa, anunciaron sus manos flaquísimas. Cotejo el traqueteo de burbujas, miro la barra por a través del vaso color oro. Se irguió un poco y levantó la copa, brindando consigo. Se lo dedicó a Roberto, pronunciando apenas su nombre, aunque con una donosura de protocolo real. Enrique no pudo contener su risa de tos seca al presenciar la solemne referencia a Roberto y el posterior empinamiento de la birra; además, le pareció injusta la mirada de reprobación que le dirigió el barman, quien reitero a su oído -con cierta gravedad- el edicto moral de no reírse jamás de un borracho, al menos no en aquel bar de solitarios que olvidan los martes en los fondos de las copas antes de regresar a casa, donde los esperan la soledad o, peor aún, un aborregado cónyugue.
        La segunda le fue dada por cortesía -nos contó Enrique días después, mientras comíamos- y también fue aferrada con avidez y posteriormente vaciada con holgura. Se quedó mirando el culo del vaso ya vacío, como si la espuma fuese la borra del café, como si el fondo ocultase los ojos de Roberto, algún secreto. "Cuánta mierda", pensó Enrique, culposo, y le invitó otra copa, también bebida raudamente, bitácora de morriña.
        -Venga conmigo, por favor... -balbuceó Enrique solidario y luego, ante la sorda negativa, insistió con firmeza- venga, le digo, vamos hasta mi casa, es en el centro, estoy con el coche.
        Saludaron al barman, que frotaba en círculo un trapo contra la barra, y se marcharon. No se dijeron, lógicamente, ni mu durante el trayecto, apenas si los nombres y alguna seña particular. Él, no obstante, se adjudicó unos minutos para diagnosticar la vestimenta de su acompañante, quien de a ratos sacaba la cabeza por la ventana, para allanar camino al vómito o tan sólo para sentir sobre su rostro el aire a contramano, fresco. Una auténtica pieza de la rutina, fue el catálogo final de Enrique, antes de doblar en Esmeralda.
        A la mañana siguiente, Enrique se sentía amplio, satisfecho, generoso y repasó línea a línea la noche anterior, una madrugada ahora asequible sólo en vagas imágenes del recuerdo, en palabras, anécdota olímpica para la cena de los jueves por la noche. Revivió su llegada al bar, los vasos transparentes entre esos dedos filosos, la proclama a Roberto, la mirada severa del barman, su señorío, el último gran sorbo que le dio a la copa vacía, el viaje hasta allí, la esquina de Corrientes y Esmeralda donde pararon a comprar cigarrillos. Archivó con cierta exactitud (se fue dando cuenta mientras recordaba) algún gesto, esos ojos huraños; rememoraba y sonreía, en su perecedera gloria matutina.
        Se miró el ombligo y la punta de los pies, anfitriones éstos de un rectángulo finito de luz. No le escandalizaba, dormida la fruición, que se haya marchado sin anuncios, cuando el sol asomó por Madero, apretando el dinero entre sus manos flaquísimas todavía con un rescoldo de espuma, ni que haya estado, plañidera, evocando a Roberto hasta el mismo momento en que él levantaba el tubo del teléfono para anunciar que ya podían traerle el desayuno.
        La segunda le fue dada por cortesía -nos contó Enrique días después, mientras comíamos- y también fue aferrada con avidez y posteriormente vaciada con holgura. Se quedó mirando el culo del vaso ya vacío, como si la espuma fuese la borra del café, como si el fondo ocultase los ojos de Roberto, algún secreto. "Cuánta mierda", pensó Enrique, culposo, y le invitó otra copa, también bebida raudamente, bitácora de morriña.
        -Venga conmigo, por favor... -balbuceó Enrique solidario y luego, ante la sorda negativa, insistió con firmeza- venga, le digo, vamos hasta mi casa, es en el centro, estoy con el coche.
        Saludaron al barman, que frotaba en círculo un trapo contra la barra, y se marcharon. No se dijeron, lógicamente, ni mu durante el trayecto, apenas si los nombres y alguna seña particular. Él, no obstante, se adjudicó unos minutos para diagnosticar la vestimenta de su acompañante, quien de a ratos sacaba la cabeza por la ventana, para allanar camino al vómito o tan sólo para sentir sobre su rostro el aire a contramano, fresco. Una auténtica pieza de la rutina, fue el catálogo final de Enrique, antes de doblar en Esmeralda.
        A la mañana siguiente, Enrique se sentía amplio, satisfecho, generoso y repasó línea a línea la noche anterior, una madrugada ahora asequible sólo en vagas imágenes del recuerdo, en palabras, anécdota olímpica para la cena de los jueves por la noche. Revivió su llegada al bar, los vasos transparentes entre esos dedos filosos, la proclama a Roberto, la mirada severa del barman, su señorío, el último gran sorbo que le dio a la copa vacía, el viaje hasta allí, la esquina de Corrientes y Esmeralda donde pararon a comprar cigarrillos. Archivó con cierta exactitud (se fue dando cuenta mientras recordaba) algún gesto, esos ojos huraños; rememoraba y sonreía, en su perecedera gloria matutina.
        Se miró el ombligo y la punta de los pies, anfitriones éstos de un rectángulo finito de luz. No le escandalizaba, dormida la fruición, que se haya marchado sin anuncios, cuando el sol asomó por Madero, apretando el dinero entre sus manos flaquísimas todavía con un rescoldo de espuma, ni que haya estado, plañidera, evocando a Roberto hasta el mismo momento en que él levantaba el tubo del teléfono para anunciar que ya podían traerle el desayuno.
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