Madurez de mi barrio
        Escrito semanas atrás, sufrido hoy nuevamente, eterno en el mañana que proyecto por las noches en que mi barrio alza su luna llena por sobre las calles desoladas, éste sea quizás mi poema más sincero; y el que más duele.
No sé,
presiento las costumbres esconder miserias.
Escombros sin gloria, pestañas que no mueren,
triste, inútilmente
confirman una vacía sospecha:
mi barrio,
este el que soporta mi descuidada infancia,
ha cambiado.
Muchedumbres comparten nadas ajenas.
Altruistas del espejo abovedan su sombra.
Ausentes vecinos
deshabitan de barrio bosques de cemento,
chicos ganando la calle perdida de los niños,
manzanas sin esquinas.
No hay buenos abrazos,
ni viejitos
sentados silenciosos en las veredas,
arrabales de muerte.
En vano el indulgente sol deshilacha
lo que la noche teje,
urde entre la multitud de gente, de quietud:
escencias de nada,
inmóviles,
desangelados
ante la oscura ignorancia que acomete la sombra
contra la tristeza,
duele la luna como el fin de un carnaval,
como el insomnio de la soledad.
El alba. El poniente.
Los diareros, ese único olor a lluvia
-tierra mojada-
que egoísta altera planes
e irrecuperables amaneceres soleados apenas,
las estrellas (alhajas que amarmolan la noche),
desamores que ayudan los recuerdos,
albures de amoríos imborrables,
la espalda del ruido en hondas calles,
las nubes, los velorios -y la muerte-:
eso no ha cambiado, el resto sí.
Es otra la mirada de la gente.
No sé,
presiento las costumbres esconder miserias.
Escombros sin gloria, pestañas que no mueren,
triste, inútilmente
confirman una vacía sospecha:
mi barrio,
este el que soporta mi descuidada infancia,
ha cambiado.
Muchedumbres comparten nadas ajenas.
Altruistas del espejo abovedan su sombra.
Ausentes vecinos
deshabitan de barrio bosques de cemento,
chicos ganando la calle perdida de los niños,
manzanas sin esquinas.
No hay buenos abrazos,
ni viejitos
sentados silenciosos en las veredas,
arrabales de muerte.
En vano el indulgente sol deshilacha
lo que la noche teje,
urde entre la multitud de gente, de quietud:
escencias de nada,
inmóviles,
desangelados
ante la oscura ignorancia que acomete la sombra
contra la tristeza,
duele la luna como el fin de un carnaval,
como el insomnio de la soledad.
El alba. El poniente.
Los diareros, ese único olor a lluvia
-tierra mojada-
que egoísta altera planes
e irrecuperables amaneceres soleados apenas,
las estrellas (alhajas que amarmolan la noche),
desamores que ayudan los recuerdos,
albures de amoríos imborrables,
la espalda del ruido en hondas calles,
las nubes, los velorios -y la muerte-:
eso no ha cambiado, el resto sí.
Es otra la mirada de la gente.
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