Una tiniebla casi irreconocible desde el Parque Rivadavia
        Froto las manos aunque no estoy nervioso, es un gesto. Me acerco o se arrima ella, no importa. Alrededor sé que hay un panchero, otra pareja, un hombrecito ajado, sucio por voluntad; también árboles peludos de hojas, mucho campo de plaza turnándose el pasto con la tierra, hay subibajas desnudos de pintura, un solitario tambor naranja y amarillo que nadie monta; el cielo, está Rosario llena de autos, como siempre. Vanamente están, hay, desfilan sus figuras, sus colores, pero son ajenas, como nunca hubieran sido si ella o yo no hubiéramos acortado así las distancias de nuestras bocas. Nos estamos besando y mis manos agradecen su divorcio, tocan su espalda bajo la remera. El tiempo pasa volando, como las nubes arriba del broche azul en su pelo que voy a regalarle para despejar, desvestir su cuello de finos lacios pelos negros y poder besarlo, olerlo todo.
        Apareció la noche de repente, y nos besamos tan poco, aunque dulcemente, sin el frenesí con que enlazan sus labios y sus cuerpos los Recicladores. Como Rodrigo. Lo que lo envidiaba cuando salíamos a bailar, lo conté mil veces, en esas matinees del Viejo Correo; despues también ya de grandes en esas giras memorables y banales que tanto disfruté, aunque íntimamente, cuando volvía a casa y apagaba la luz y me ponía a mirar la tele, las sufría extraordinariamente por saberme tímido y desafortunado con las chicas, medio boludo, sin reconocerlo. Pero mi suerte corrió para su lado, este barranco a mis espaldas que es ella, que no admite un paso atrás, como sí accede ante los Recicladores, quienes repiten sus hazañas circularmente, donde cada orilla permite desdecir el beso, olvidar la boca caminando por los redondos límites de su propia conciencia. A veces pienso que perdí mucho tiempo buscando la mujer, ese tiempo que compañeros como Rodrigo usaron (si, usaron) para recorrer la circunferencia imaginaria trazando relaciones que pasaban todas, en algun sentido, por el centro mismo de su persona, que conocen de sobra (¿tal vez de probarse tantos zapatos?), el punto desde donde veían todo redondo, sin bordes de angustia, sin la traición como un filoso ángulo y mucho menos con precipicios como éste, el mio, que tengo atrás y que no caigo porque ella ahora también está acariciando mi espalda y dice algo ilegible en el oído, tal vez fue un exhalación, mientras vuelvo a su rostro contorneado casi en celeste por la luna y esfumo otras chicas que codicié en silencio y que ella no será.
        El tiempo que cómo pasa, ya es de noche. Caballito es una tiniebla casi irreconocible desde el Parque Rivadavia. Ella y yo nos estamos besando ahora con desenfreno, sin reserva, intuimos una conexión que empequeñece la sexual, no le voy a tocar la pierna todavía. No sé por que sabemos que el sexo llegará tarde o temprano, ahora chocamos las bocas y el presente; los pasados se mezclan como saliva, se diluyen y ambos nos sentimos seguros, resguardados entre labios del desconocimiento mutuo, del futuro que ignoramos, vendrá o no. Mecemos ambos pies que cuelgan, jugamos, miro como su cabeza parece quieta ante el bamboleo del edificio a su espalda como un péndulo, cuando los que nos movemos tal vez seamos nosotros.
        Todas las noches es igual, pero sin la amargura de la rutina, casi exhasperadamente se dibujan en la vaga sombra que los árboles ensayan sobre estas hamacas los mismos besos, caricias, miradas, las mismas sensaciones, Andrea, por eso nosotros no podemos seguir saliendo; la deseo tanto, la sueño tanto a ella que culposamente puedo mirarte sin que mi estomago cosquilleé con esta convicción de que te traiciono, una dualidad donde reciclo y me encanallo y la necesito y la quiero, la fantaseo mientras ovillo este confuso sentimiento, perdoname.
        Apareció la noche de repente, y nos besamos tan poco, aunque dulcemente, sin el frenesí con que enlazan sus labios y sus cuerpos los Recicladores. Como Rodrigo. Lo que lo envidiaba cuando salíamos a bailar, lo conté mil veces, en esas matinees del Viejo Correo; despues también ya de grandes en esas giras memorables y banales que tanto disfruté, aunque íntimamente, cuando volvía a casa y apagaba la luz y me ponía a mirar la tele, las sufría extraordinariamente por saberme tímido y desafortunado con las chicas, medio boludo, sin reconocerlo. Pero mi suerte corrió para su lado, este barranco a mis espaldas que es ella, que no admite un paso atrás, como sí accede ante los Recicladores, quienes repiten sus hazañas circularmente, donde cada orilla permite desdecir el beso, olvidar la boca caminando por los redondos límites de su propia conciencia. A veces pienso que perdí mucho tiempo buscando la mujer, ese tiempo que compañeros como Rodrigo usaron (si, usaron) para recorrer la circunferencia imaginaria trazando relaciones que pasaban todas, en algun sentido, por el centro mismo de su persona, que conocen de sobra (¿tal vez de probarse tantos zapatos?), el punto desde donde veían todo redondo, sin bordes de angustia, sin la traición como un filoso ángulo y mucho menos con precipicios como éste, el mio, que tengo atrás y que no caigo porque ella ahora también está acariciando mi espalda y dice algo ilegible en el oído, tal vez fue un exhalación, mientras vuelvo a su rostro contorneado casi en celeste por la luna y esfumo otras chicas que codicié en silencio y que ella no será.
        El tiempo que cómo pasa, ya es de noche. Caballito es una tiniebla casi irreconocible desde el Parque Rivadavia. Ella y yo nos estamos besando ahora con desenfreno, sin reserva, intuimos una conexión que empequeñece la sexual, no le voy a tocar la pierna todavía. No sé por que sabemos que el sexo llegará tarde o temprano, ahora chocamos las bocas y el presente; los pasados se mezclan como saliva, se diluyen y ambos nos sentimos seguros, resguardados entre labios del desconocimiento mutuo, del futuro que ignoramos, vendrá o no. Mecemos ambos pies que cuelgan, jugamos, miro como su cabeza parece quieta ante el bamboleo del edificio a su espalda como un péndulo, cuando los que nos movemos tal vez seamos nosotros.
        Todas las noches es igual, pero sin la amargura de la rutina, casi exhasperadamente se dibujan en la vaga sombra que los árboles ensayan sobre estas hamacas los mismos besos, caricias, miradas, las mismas sensaciones, Andrea, por eso nosotros no podemos seguir saliendo; la deseo tanto, la sueño tanto a ella que culposamente puedo mirarte sin que mi estomago cosquilleé con esta convicción de que te traiciono, una dualidad donde reciclo y me encanallo y la necesito y la quiero, la fantaseo mientras ovillo este confuso sentimiento, perdoname.
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