No hace falta abrigarse tanto
        Algo así como tres meses y medio habían pasado desde que la vio por última vez. Es impreciso el tiempo cuando faltan razones para tomarlo en cuenta; cuando se lleva de la mano la alegría. Pero ya no necesitaba usar el sweater azul, el pantalón exhibía sus primeras gotitas de evidencia luego de más de dos horas horas de no poder estirar las piernas y algunas mujeres que subían develaban su atrevimiento y sus piernas. No hacía falta abrigarse tanto, ya no era invierno y sin duda lo había sido cuando Noelia dejó de tomar ese colectivo. En vano, la primavera enseñaba la fútil bonanza: su desolación, de tan cierta se había vuelto absurda.
        Hernán, siete años casado, sin hijos, chofer, conoció a Noelia, a diferencia de como suele suceder con los amores de trabajo, al mismo tiempo que ella lo conoció a él, sin melancólicas renuncias, sin la romería del deseo o del piropo. Un cielo traidor cubría de gris el celeste, movía las nubes cerrando el sórdido telón, antesala de tormenta. Fue aquél un invierno confuso, mezclado el frecuente blancuzco anodino de las mañanas con breves soles que entraban curiosamente a calentar a rayones las camas, encerrando a los cuerpos -aún dormidos algunos- en cárceles imaginarias de verano. Tarde nuevamente, Noelia alcanzó al colectivo de Hernán en una esquina sin parada, donde el cupido rojo del semáforo los presentó, y le ofreció una abierta sonrisa. No fue una sonrisa astuta, ventajera; ni siquiera una de las que enamoran: su amplia boca feliz sencillamente alegraba. A Hernán lo alegró y lo enamoró. Abrió, por supuesto, y subieron Noelia y su agradecida sonrisa y su nariz apenas coloradita por el frío y sus apetecibles manos cubiertas inoportunamente con guantes y aquellas curvas de barrio -escondidas bajo el saco beige- que Hernán anheló culposamente un instante y un hombre descontento cuya sonrisa -suele pasar- no había sido cuota suficiente de admisión, aún con la amenazante lluvia tras las nubes en un cielo como el mármol.
        Esa mañana se repitió en otras diez o quince ocasiones, al menos: con Noelia debidamente en la parada, otras reeditando la corrida (Hernán iba despacito si al atravezar la avenida descifraba entre la neblina de gente que ella no estaba allí todavía). Las tantas veces que no sucedía el encuentro matinal sentía una pequeña desolación y, nunca pudo descifrar por qué, comenzaba a pensar en su esposa. Se había enamorado de una piba de veinte, veintiún años, secreta, mágicamente. Cuando apoyaba la cabeza en la almohada, la magia se volvía un triste truco, un conejo devuelto a la oscuridad de la galera; el secreto lo remordía, lo acusaba, le gritaba las buenas costumbres, lo alentaba a confesar su furtivo pecado del pensamiento. Jamás, sin embargo, pensó en Noelia mientras tenía sexo con su mujer, a quién todavía amaba, aunque tal vez de una forma diferente a como amaba a Noelia; de una manera más tibia, más de compañeros, de abrazos por los pequeños éxitos que forman la esperanza, de hijos que vendrán, de familia; se amaban para cubrír cordialmente los fríos baldíos de una resignada existencia. A Noelia la deseaba como un colegial, un amor de novela, noches blancas, esperas angustiosas y terribles hasta que ella aceptase lo inevitable, con padres incrédulos y resistentes a la diferencia, con la eternidad que asomaba como aquellos soles de ese extraño invierno; también con hoteles alojamientos -se permitió imaginar que ella podría despojarlo del amor cursi que practican algunos enamorados, con alguna palabra madura pese a su edad y a su imagen de chica bien, de tardes en el Rosedal, de pequeños excesos nada más que los sabados a la noche-, cuyos gastos afrontaría en base a sacrificios económicos menores, sólo para poder acariciar esa blanca carne por completo, sentirla trémula sobre su inflado pecho, enseñarle la pasión, aprender a disfrutar del épilogo de la fruición. La dibujó con cientos de figuras -olores, gestos-, pero ella trazaba su propia imagen todas las mañanas en que compartían viaje, sonriendo hermosa, amable; y a Hernán le quedaba espacio tan sólo para saludarla y admirarla, hechizado.
        Qué días cada viernes despues de aquél en que Noelia se subió puntual como de vez en cuando, le sonrió a modo de anticipo -qué linda es, como me gusta, se decía infantilmente Hernán- y después le dijo hola, qué tal. Tomó su boleto y él le sugirió lo último que ella escucharía de su boca: que no hacía falta abrigarse tanto, cosa que le había parecido desde que la encontró a lo lejos con la mirada, justo cuando pasaba frente al almacén chino Los Hermanos. Sonrió, caminó empujándose entre la gente, pidió permiso, clavo codos suavemente en algunas espaldas dormidas, comenzó a tener calor, balbuceó y la desoyeron, nadie la escuchó, quedó inmovil, volvió a hablar. Aire, necesito, aire, permiso, aire, por favor..., alguien, por, favor, me sien, to, mal, a, bran, que, ne, cesito, aire, ne, cesito, ai, re, por favor me siento mal necesito aire no puedo respirar aire por favor dejenme bajar que no puedo respirar abranme por favor ¡aire aire aire...! Y cayó al suelo. Se abrieron todos, llegó la ambulancia, Hernán gritó cosas, alguien hizo de medico o era medico, Noelia, colorada y demasiado abrigada, en el piso, con los ojos en blanco, la ambulancia que la carga en la camilla y se la lleva, los demás pasajeros con el pecho cerrado de angustia y miedo, excitados lugubremente y Hernán que la vería por última vez, sin la sonrisa en los labios, algo así como hace tres meses y medio.
        Hernán, siete años casado, sin hijos, chofer, conoció a Noelia, a diferencia de como suele suceder con los amores de trabajo, al mismo tiempo que ella lo conoció a él, sin melancólicas renuncias, sin la romería del deseo o del piropo. Un cielo traidor cubría de gris el celeste, movía las nubes cerrando el sórdido telón, antesala de tormenta. Fue aquél un invierno confuso, mezclado el frecuente blancuzco anodino de las mañanas con breves soles que entraban curiosamente a calentar a rayones las camas, encerrando a los cuerpos -aún dormidos algunos- en cárceles imaginarias de verano. Tarde nuevamente, Noelia alcanzó al colectivo de Hernán en una esquina sin parada, donde el cupido rojo del semáforo los presentó, y le ofreció una abierta sonrisa. No fue una sonrisa astuta, ventajera; ni siquiera una de las que enamoran: su amplia boca feliz sencillamente alegraba. A Hernán lo alegró y lo enamoró. Abrió, por supuesto, y subieron Noelia y su agradecida sonrisa y su nariz apenas coloradita por el frío y sus apetecibles manos cubiertas inoportunamente con guantes y aquellas curvas de barrio -escondidas bajo el saco beige- que Hernán anheló culposamente un instante y un hombre descontento cuya sonrisa -suele pasar- no había sido cuota suficiente de admisión, aún con la amenazante lluvia tras las nubes en un cielo como el mármol.
        Esa mañana se repitió en otras diez o quince ocasiones, al menos: con Noelia debidamente en la parada, otras reeditando la corrida (Hernán iba despacito si al atravezar la avenida descifraba entre la neblina de gente que ella no estaba allí todavía). Las tantas veces que no sucedía el encuentro matinal sentía una pequeña desolación y, nunca pudo descifrar por qué, comenzaba a pensar en su esposa. Se había enamorado de una piba de veinte, veintiún años, secreta, mágicamente. Cuando apoyaba la cabeza en la almohada, la magia se volvía un triste truco, un conejo devuelto a la oscuridad de la galera; el secreto lo remordía, lo acusaba, le gritaba las buenas costumbres, lo alentaba a confesar su furtivo pecado del pensamiento. Jamás, sin embargo, pensó en Noelia mientras tenía sexo con su mujer, a quién todavía amaba, aunque tal vez de una forma diferente a como amaba a Noelia; de una manera más tibia, más de compañeros, de abrazos por los pequeños éxitos que forman la esperanza, de hijos que vendrán, de familia; se amaban para cubrír cordialmente los fríos baldíos de una resignada existencia. A Noelia la deseaba como un colegial, un amor de novela, noches blancas, esperas angustiosas y terribles hasta que ella aceptase lo inevitable, con padres incrédulos y resistentes a la diferencia, con la eternidad que asomaba como aquellos soles de ese extraño invierno; también con hoteles alojamientos -se permitió imaginar que ella podría despojarlo del amor cursi que practican algunos enamorados, con alguna palabra madura pese a su edad y a su imagen de chica bien, de tardes en el Rosedal, de pequeños excesos nada más que los sabados a la noche-, cuyos gastos afrontaría en base a sacrificios económicos menores, sólo para poder acariciar esa blanca carne por completo, sentirla trémula sobre su inflado pecho, enseñarle la pasión, aprender a disfrutar del épilogo de la fruición. La dibujó con cientos de figuras -olores, gestos-, pero ella trazaba su propia imagen todas las mañanas en que compartían viaje, sonriendo hermosa, amable; y a Hernán le quedaba espacio tan sólo para saludarla y admirarla, hechizado.
        Qué días cada viernes despues de aquél en que Noelia se subió puntual como de vez en cuando, le sonrió a modo de anticipo -qué linda es, como me gusta, se decía infantilmente Hernán- y después le dijo hola, qué tal. Tomó su boleto y él le sugirió lo último que ella escucharía de su boca: que no hacía falta abrigarse tanto, cosa que le había parecido desde que la encontró a lo lejos con la mirada, justo cuando pasaba frente al almacén chino Los Hermanos. Sonrió, caminó empujándose entre la gente, pidió permiso, clavo codos suavemente en algunas espaldas dormidas, comenzó a tener calor, balbuceó y la desoyeron, nadie la escuchó, quedó inmovil, volvió a hablar. Aire, necesito, aire, permiso, aire, por favor..., alguien, por, favor, me sien, to, mal, a, bran, que, ne, cesito, aire, ne, cesito, ai, re, por favor me siento mal necesito aire no puedo respirar aire por favor dejenme bajar que no puedo respirar abranme por favor ¡aire aire aire...! Y cayó al suelo. Se abrieron todos, llegó la ambulancia, Hernán gritó cosas, alguien hizo de medico o era medico, Noelia, colorada y demasiado abrigada, en el piso, con los ojos en blanco, la ambulancia que la carga en la camilla y se la lleva, los demás pasajeros con el pecho cerrado de angustia y miedo, excitados lugubremente y Hernán que la vería por última vez, sin la sonrisa en los labios, algo así como hace tres meses y medio.
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