viernes, mayo 21, 2004

Miramar

¿De donde
si luna lívida
que oculta amaneceres arteros
desvaría linajes
de los sueños
vendras abyecto albur
a enseñarme mi vida?


Olga Avila Culrid



        No llores por las heridas, le decía Charly a su oído mientras un pie se estremecía -el primero en sentir el frío de la gélida arena- y él se arrepentía de no haber traído un buzo y zapatillas en vez de ojotas. Las ojotas, ancladas bajo la axila, apretadas con su codo izquierdo, eran ignoradas por costumbre. Miró el mar, vasto, inmenso, misterioso -en un gesto teatral cargó los pulmones de aire fresco, que cosquilleó en su nariz y le dio un chucho- devorar granitos ocres, ahogarlos y huir, asfaltando la orilla y poblándola de pequeñas conchillas blancas, que luego a Rodolfo le pincharían detrás de los muslos y descubriría que eran también violáceas y se lamentaría por haber elegido vestir short, el de Independiente. A su izquierda, pudo ver el balneario vacío, solitario y desolado, completar un paisaje conocido y repetido, y sentir a la naturaleza haciendo lo habitual en los atardeceres cerca de la orilla: el viento de frente lo despeinó. Otro balneario a la derecha, detrás suyo, compartía calmas, vecino de soledades y silencios, pero él no volteó. Que no paran de sangrar, concluyó García y gritó musicalmente.

        Lo volvió a penetrar el vacío de la ancha playa, el hondo mar perderdiéndose en el horizontal infinito y arrimándose manso a salpicar sus pantorrillas. Apagó el walkman. Cuando recordó las hendiduras que sus pies dejaron en la arena mojada, pequeños zurcos ovalados que peleaban por recuperar su forma, se dio cuenta que atravezaba los escombros de las carpas a paso desvariado, cansino. Caminaba y las olas rugían huecamente. Intentó peinarse. Vagamamente silbaba la última canción, a veces entonaba te quiero cada día mas, oración grave que menos esfuerzo vocal pedía, y volvía a silbar, y miraba sus plantas calcadas en la arena esfumarse a cada nuevo paso.

        Levantó del suelo una invitación para una fiesta de la cerveza el 22 de enero, muy humeda y ajada. Pensó en el verano y maldijo: la sola imagen trajo el ruido, las corridas, el amontonamiento, la muchedumbre, y lo alteró un poco sentirse ajeno en su propia ciudad: Miramar en invierno recuperaba sus pescadores de oficio, su tiempo elástico y aterrador, su distancia callada de apuro, sus angustias, su aislamiento, el llano olor a salitre, el rumor del viento. Confuso, comenzó a sentir nostalgia y bronca a la vez: era frustración. La realidad de aquel marzo escindía cruelmente en turistas ausentes anhelando revivir esa ignorante felicidad del veraneo y en hombres que caminaban solos por su playa, con un oscuro sentimiento de pertenencia, negando querer ser lo que jamás serían. Extrañó un poco a él mismo. Se sentó. Tomó un pequeño caracol y se puso a estudiarlo, con la mirada perdida. Tras de sí, las ultimas cuatro o cinco huellas comenzaron a despintarse en la arena.

1 Comments:

Blogger Anisett アニセット said...

Gracias, gracias en serio

9:53 a. m.  

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