Gualeguaychú: dos mundos.
        Las ciudades turísticas, por su fugacidad y exposición, siempre tuvieron para mí la ventaja de no poder ocultarse. Con tanto maquillaje, terminan siendo evidentes y aparecen en escena.
        En Gualeguaychú he visto convivir dos mundos sobre cuya conjunción me interrogaba hace tiempo acá en Capital y que no tuve más remedio que ver en toda su fantochada, como una modelo que se tropieza o un presentador de noticiero que se traba y se pone colorado: podría resumirse como el camping y el boliche.
        Ambos universos ideológicos y culturales (en el sentido más común de costumbres, gustos y arte) no son opuestos, pero se eliminan recíprocamente. Juntos componen un sólo cuerpo a la moda que a cada rato desprecia a su complementario; todos en el camping cocinan fideos en ollas, rasgan una guitarra y rechazan el ruido y la jornada de ocho horas; pero mágicamente (en el colmo de la histeria) cuando la playa se hace bailable, comienza un pudor y un asco hacia cualquiera que no se comporte como para ser fotografiado o reconocido en toda su mangnitud publicitaria: nadie puede comer sanguches de milanesa, ni leer un libro, porque aquí la repetición de sí misma es grosera pero sagrada, y se encarga de despedazar a todo aquel que no ha dejado sus usos anteriores en el umbral.
        No encuentro otro nexo para esta imbecilidad corriente, que el desconocimiento y a la vez la abundancia de estupidez y de mercado, defendido con igual alegría que liviandad, como un falso discurso, como aprender poemas de memoria, como bailar moviendo la cabeza.
        Todo allá en Gualeguaychú está preparado para ser vivido en esa escición (incluso el Carnaval se deja para los fines de semana, para el ocio, y el horario de silencio comienza a la hora de salir), cada uno sosteniendola con su cuerpo y su dinero, defendiendola y reafirmandola en cada acto.
        El que toma conciencia, se aparta por asco y por derrota. El que entiende la victoria final del capitalismo en el sentido más cotidiano sobre el nomadismo moderno y la comida entre amigos, en la conquista y, peor aún, en la disgregación terminal de cualquiera operación crítica sobre la realidad con forma de desfile de moda (discurso de pseudo izquierda, la Bersuit, desgraciadamente los Beatles y tristemente Girondo, incomprendido); el que comprende eso, inevitablemente juega a ponerse en el borde de la rueda -pero nunca cae, pues ahi reside principalmente el ejército de reserva, el siempre listo- donde la inercia colectiva puede acusarnos de falta de alegría (a veces con razón) y privarnos de postales y besitos, que tanta falta nos hacen, acostumbrados desde niños a querer lo que no tenemos.
        Entonces entra un flaco al baño, gritando en su genial inconsciencia: "No a las papeleras"; su humor imperceptible fue demostrar que este mundo, que son dos y se eliminan, puede hacer valer su total indiferencia ante el resto o ponerla a la vista de todos, pero siempre a resguardo. Una vez más, es la victoria del fascismo cotidiano, del nuevo mundo de la moda que se compone de opuestos y funda su vital atracción y crea su anticuerpo, en lo evitablemente atrayente de lo efímero de la vida y lo publicitario de la fiesta; incluso, ahora lo veo, se cuela por el arte de vanguardia sin temor y sin señalamientos.
        En Gualeguaychú, el olor del Off y de las colonias, que nos embeben, hacen que este razonamiento perezca en su insipidez, casi en su lógica de medio y no de fin. Recién cuando me alejé de sus encantos y de esos tambores que mueven las carnes blasfemiantemente, pude reconocer los límites útiles de todos estos pensamientos. Bella derrota viví yo sin saberlo, triste victoria viven otros acaso sabiendo algo que en todo esto no supe.
        En Gualeguaychú he visto convivir dos mundos sobre cuya conjunción me interrogaba hace tiempo acá en Capital y que no tuve más remedio que ver en toda su fantochada, como una modelo que se tropieza o un presentador de noticiero que se traba y se pone colorado: podría resumirse como el camping y el boliche.
        Ambos universos ideológicos y culturales (en el sentido más común de costumbres, gustos y arte) no son opuestos, pero se eliminan recíprocamente. Juntos componen un sólo cuerpo a la moda que a cada rato desprecia a su complementario; todos en el camping cocinan fideos en ollas, rasgan una guitarra y rechazan el ruido y la jornada de ocho horas; pero mágicamente (en el colmo de la histeria) cuando la playa se hace bailable, comienza un pudor y un asco hacia cualquiera que no se comporte como para ser fotografiado o reconocido en toda su mangnitud publicitaria: nadie puede comer sanguches de milanesa, ni leer un libro, porque aquí la repetición de sí misma es grosera pero sagrada, y se encarga de despedazar a todo aquel que no ha dejado sus usos anteriores en el umbral.
        No encuentro otro nexo para esta imbecilidad corriente, que el desconocimiento y a la vez la abundancia de estupidez y de mercado, defendido con igual alegría que liviandad, como un falso discurso, como aprender poemas de memoria, como bailar moviendo la cabeza.
        Todo allá en Gualeguaychú está preparado para ser vivido en esa escición (incluso el Carnaval se deja para los fines de semana, para el ocio, y el horario de silencio comienza a la hora de salir), cada uno sosteniendola con su cuerpo y su dinero, defendiendola y reafirmandola en cada acto.
        El que toma conciencia, se aparta por asco y por derrota. El que entiende la victoria final del capitalismo en el sentido más cotidiano sobre el nomadismo moderno y la comida entre amigos, en la conquista y, peor aún, en la disgregación terminal de cualquiera operación crítica sobre la realidad con forma de desfile de moda (discurso de pseudo izquierda, la Bersuit, desgraciadamente los Beatles y tristemente Girondo, incomprendido); el que comprende eso, inevitablemente juega a ponerse en el borde de la rueda -pero nunca cae, pues ahi reside principalmente el ejército de reserva, el siempre listo- donde la inercia colectiva puede acusarnos de falta de alegría (a veces con razón) y privarnos de postales y besitos, que tanta falta nos hacen, acostumbrados desde niños a querer lo que no tenemos.
        Entonces entra un flaco al baño, gritando en su genial inconsciencia: "No a las papeleras"; su humor imperceptible fue demostrar que este mundo, que son dos y se eliminan, puede hacer valer su total indiferencia ante el resto o ponerla a la vista de todos, pero siempre a resguardo. Una vez más, es la victoria del fascismo cotidiano, del nuevo mundo de la moda que se compone de opuestos y funda su vital atracción y crea su anticuerpo, en lo evitablemente atrayente de lo efímero de la vida y lo publicitario de la fiesta; incluso, ahora lo veo, se cuela por el arte de vanguardia sin temor y sin señalamientos.
        En Gualeguaychú, el olor del Off y de las colonias, que nos embeben, hacen que este razonamiento perezca en su insipidez, casi en su lógica de medio y no de fin. Recién cuando me alejé de sus encantos y de esos tambores que mueven las carnes blasfemiantemente, pude reconocer los límites útiles de todos estos pensamientos. Bella derrota viví yo sin saberlo, triste victoria viven otros acaso sabiendo algo que en todo esto no supe.
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