miércoles, febrero 22, 2006

Gualeguaychú: Representaciones (I)

        Incluso más que en cualquier espectáculo de nuestra vida -sacar al perro, una entrevista de trabajo, una conquista-, la fiesta y las ciudades vacacionarias son el lugar de perogrullo para las representaciones. No descubro nada; desde el maquillaje, los falsos bailes, las mentiras y el tiempo congelado. Lo único que evidencio es cómo lo siento, dividido desde adentro en dos hombres: actor y solitario, para darle un tinte poético a semejante absurdo cotidiano (separación con no menos falsedad y representación que cualquier otra).
        Y no obstante, el carnaval, privado -liberado- de esos afeites y alcoholes que lo coronan y pavonean, es el teatro ejemplo de ese efecto de representación que sufrimos levemente a cada rato, en cada esquina, y que llega a su silencioso grotesco en los boliches. Es una fiesta de disfraces, preparada, guionada, con personajes desconocidos, trabajadores que viven actuando una representación; actores de los días, de las noches, de la alegría. No sería arriesgado decir que son, sin saberlo, los más fenomenales que la historia viene soportando a lo largo de sus mutaciones.

        Preferiría ignorar las oviedades: la música que aturde a las palabras (aunque, como dije antes, trae recuerdos de otra tierra), las máscaras, las carrozas, la distancia entre actores y público -que siempre intentan confundirse democráticamente-, las mujeres que se muestran y no se tocan, los decorados de la selva y el comercio de lamparitas eléctricas.

        Me valgo, tristemente, de una anécdota, tan moralizante y estúpida como cierta: como en un cuento de Saramago, presencié el carnaval desde la zona de entradas, es decir la trasera, la pobre, la oculta. Vi: las espaldas de las comparsas, los que vendian relojes y cadenas, las ticketeras, las hierros de las gradas y a yo intentando colarme.

        Tuve frente a esta fea cara la representación de representaciones.

miércoles, febrero 08, 2006

Gualeguaychú: la distancia y la música.

        Entendí esa música extraña. Esa samba, esa batucada, el tocotoc del baile y del no-presente. La sentía tan lejana y tan atractiva para la carne, que me asqueaba y me movía, me tironeaba las sonrisas hasta sacarme de mi. Comprendí que en ella convivían la alegría y la nostalgia; el canto del salto, del apretón, del éxtasis, de la estupidez, y la amargura de saber que algo nuestro lo asimila y amenaza con extrañarlo.
        Me duele saber la música del carnaval en mí y me duele que, ya sin lo meneado y gozado impunemente para mi desconsconciencia, vuelva como ahora comprendo, trayendo su lejanía que suena en los caños de escape y en la lluvia, en el corazón de la noche sola y en este intervalo que fui sobrellevando como una comparsa.
        Hace dos años que estoy solo, sólo conmigo.
        Bailo un recuerdo con mí alegría.

martes, febrero 07, 2006

Gualeguaychú: dos mundos.

        Las ciudades turísticas, por su fugacidad y exposición, siempre tuvieron para mí la ventaja de no poder ocultarse. Con tanto maquillaje, terminan siendo evidentes y aparecen en escena.

        En Gualeguaychú he visto convivir dos mundos sobre cuya conjunción me interrogaba hace tiempo acá en Capital y que no tuve más remedio que ver en toda su fantochada, como una modelo que se tropieza o un presentador de noticiero que se traba y se pone colorado: podría resumirse como el camping y el boliche.
        Ambos universos ideológicos y culturales (en el sentido más común de costumbres, gustos y arte) no son opuestos, pero se eliminan recíprocamente. Juntos componen un sólo cuerpo a la moda que a cada rato desprecia a su complementario; todos en el camping cocinan fideos en ollas, rasgan una guitarra y rechazan el ruido y la jornada de ocho horas; pero mágicamente (en el colmo de la histeria) cuando la playa se hace bailable, comienza un pudor y un asco hacia cualquiera que no se comporte como para ser fotografiado o reconocido en toda su mangnitud publicitaria: nadie puede comer sanguches de milanesa, ni leer un libro, porque aquí la repetición de sí misma es grosera pero sagrada, y se encarga de despedazar a todo aquel que no ha dejado sus usos anteriores en el umbral.
        No encuentro otro nexo para esta imbecilidad corriente, que el desconocimiento y a la vez la abundancia de estupidez y de mercado, defendido con igual alegría que liviandad, como un falso discurso, como aprender poemas de memoria, como bailar moviendo la cabeza.
        Todo allá en Gualeguaychú está preparado para ser vivido en esa escición (incluso el Carnaval se deja para los fines de semana, para el ocio, y el horario de silencio comienza a la hora de salir), cada uno sosteniendola con su cuerpo y su dinero, defendiendola y reafirmandola en cada acto.
        El que toma conciencia, se aparta por asco y por derrota. El que entiende la victoria final del capitalismo en el sentido más cotidiano sobre el nomadismo moderno y la comida entre amigos, en la conquista y, peor aún, en la disgregación terminal de cualquiera operación crítica sobre la realidad con forma de desfile de moda (discurso de pseudo izquierda, la Bersuit, desgraciadamente los Beatles y tristemente Girondo, incomprendido); el que comprende eso, inevitablemente juega a ponerse en el borde de la rueda -pero nunca cae, pues ahi reside principalmente el ejército de reserva, el siempre listo- donde la inercia colectiva puede acusarnos de falta de alegría (a veces con razón) y privarnos de postales y besitos, que tanta falta nos hacen, acostumbrados desde niños a querer lo que no tenemos.

        Entonces entra un flaco al baño, gritando en su genial inconsciencia: "No a las papeleras"; su humor imperceptible fue demostrar que este mundo, que son dos y se eliminan, puede hacer valer su total indiferencia ante el resto o ponerla a la vista de todos, pero siempre a resguardo. Una vez más, es la victoria del fascismo cotidiano, del nuevo mundo de la moda que se compone de opuestos y funda su vital atracción y crea su anticuerpo, en lo evitablemente atrayente de lo efímero de la vida y lo publicitario de la fiesta; incluso, ahora lo veo, se cuela por el arte de vanguardia sin temor y sin señalamientos.
        En Gualeguaychú, el olor del Off y de las colonias, que nos embeben, hacen que este razonamiento perezca en su insipidez, casi en su lógica de medio y no de fin. Recién cuando me alejé de sus encantos y de esos tambores que mueven las carnes blasfemiantemente, pude reconocer los límites útiles de todos estos pensamientos. Bella derrota viví yo sin saberlo, triste victoria viven otros acaso sabiendo algo que en todo esto no supe.

domingo, febrero 05, 2006

Gualeguaychú: Prólogo

        Intentaré no hablar de Gualeguaychú: ya atestada de palabras desparramadas como las negras y las botellas vacías para robar besos, quiero sacar de ella las experiencias que pasan por mi yo-otro.
        El ritmo de la samba como ensueño, el olor a lluvia, el capitalismo orquestado hasta en el barro y el sabor de lo efímero, de personas que ya no se vuelven a ver y que eso extrañamente las vuelven eternas: todo eso te devuelve a tu consciencia y, sobrio y a la distancia (tergiversando, recordando), parece un arte descubrirme estas impresiones.
        Enumerar sería arriesgado, pues siempre los números son insensatos con las pasiones, pero puedo decir que tengo más de una cosa para decir, siempre de lo mismo, pero pasado por mí.