martes, marzo 30, 2004

Postergación invertida

        Vuelvo a postear. Tres palabras apenas, varios significados: un temor, el de ustedes; un deseo, el mío; una promesa, la mía para con ustedes y conmigo; una mentira, la mía conmigo; y, por supuesto, otra postergación.

P.D.: la última referencia activa el carácter cíclico de las inferencias anteriores, léase más temores, más deseos, más promesas, más mentiras.

jueves, marzo 18, 2004

Cuerpitos

Cambié el título original -"Saltando en un patín"- y nada más, aunque otros sucesos semejantes hayan agregado sin quererlo algunos otros adjetivos en este tiempo que pasó desde que me conté lo siguiente por primera vez:

        Él se calza un par de patines nuevos que seguro son, al menos, dos talles más grandes que el suyo: uno resalta como un hombre de frac entre los escombros de un accidente; el otro, como un niño pobre metiéndose en un par de patines nuevos.
        Ella enrosca en sus palmas los extremos de una soga y prepara la cuenta alegre en forma de canto: uno, salta como intentando mirar del otro lado de un muro; dos, salta al igual que un loco alejándose de su propia cordura.
        Él desliza el suelo que no se mueve, dejando detrás suyo, desolados, metros y centímetros de desconocidos temores.
        Ella corta el aire que no se desangra y que también ignora que los padres se separan pese al infantil descenso de su niñez en cada desilusión por no tocar el cielo.
        Él patina los conflictos haciéndolos ver desolados tras su cuerpito como un niño pobre delizandose en un par de patines nuevos que seguro son, al menos, dos talles más grandes que el suyo.
        Ella desafía la gravedad porque no la sabe, al igual que un loco alejándose de su propia cordura en cada desilusión por no tocar el cielo.
        Él juega a no creer.
        Ella cree que no juega.

viernes, marzo 12, 2004

El palíndromo de hoy

        Antes que nada (o sea, el palíndromo) quiero pedirles unas sentidas disculpas por el blog y por las reiteradas faltas de ortografía, las que cometo de apurado y las de burro. Espero sepan confundir cual es cual.

El óbice rollo recíbole.

No hace falta abrigarse tanto

        Algo así como tres meses y medio habían pasado desde que la vio por última vez. Es impreciso el tiempo cuando faltan razones para tomarlo en cuenta; cuando se lleva de la mano la alegría. Pero ya no necesitaba usar el sweater azul, el pantalón exhibía sus primeras gotitas de evidencia luego de más de dos horas horas de no poder estirar las piernas y algunas mujeres que subían develaban su atrevimiento y sus piernas. No hacía falta abrigarse tanto, ya no era invierno y sin duda lo había sido cuando Noelia dejó de tomar ese colectivo. En vano, la primavera enseñaba la fútil bonanza: su desolación, de tan cierta se había vuelto absurda.
        Hernán, siete años casado, sin hijos, chofer, conoció a Noelia, a diferencia de como suele suceder con los amores de trabajo, al mismo tiempo que ella lo conoció a él, sin melancólicas renuncias, sin la romería del deseo o del piropo. Un cielo traidor cubría de gris el celeste, movía las nubes cerrando el sórdido telón, antesala de tormenta. Fue aquél un invierno confuso, mezclado el frecuente blancuzco anodino de las mañanas con breves soles que entraban curiosamente a calentar a rayones las camas, encerrando a los cuerpos -aún dormidos algunos- en cárceles imaginarias de verano. Tarde nuevamente, Noelia alcanzó al colectivo de Hernán en una esquina sin parada, donde el cupido rojo del semáforo los presentó, y le ofreció una abierta sonrisa. No fue una sonrisa astuta, ventajera; ni siquiera una de las que enamoran: su amplia boca feliz sencillamente alegraba. A Hernán lo alegró y lo enamoró. Abrió, por supuesto, y subieron Noelia y su agradecida sonrisa y su nariz apenas coloradita por el frío y sus apetecibles manos cubiertas inoportunamente con guantes y aquellas curvas de barrio -escondidas bajo el saco beige- que Hernán anheló culposamente un instante y un hombre descontento cuya sonrisa -suele pasar- no había sido cuota suficiente de admisión, aún con la amenazante lluvia tras las nubes en un cielo como el mármol.
        Esa mañana se repitió en otras diez o quince ocasiones, al menos: con Noelia debidamente en la parada, otras reeditando la corrida (Hernán iba despacito si al atravezar la avenida descifraba entre la neblina de gente que ella no estaba allí todavía). Las tantas veces que no sucedía el encuentro matinal sentía una pequeña desolación y, nunca pudo descifrar por qué, comenzaba a pensar en su esposa. Se había enamorado de una piba de veinte, veintiún años, secreta, mágicamente. Cuando apoyaba la cabeza en la almohada, la magia se volvía un triste truco, un conejo devuelto a la oscuridad de la galera; el secreto lo remordía, lo acusaba, le gritaba las buenas costumbres, lo alentaba a confesar su furtivo pecado del pensamiento. Jamás, sin embargo, pensó en Noelia mientras tenía sexo con su mujer, a quién todavía amaba, aunque tal vez de una forma diferente a como amaba a Noelia; de una manera más tibia, más de compañeros, de abrazos por los pequeños éxitos que forman la esperanza, de hijos que vendrán, de familia; se amaban para cubrír cordialmente los fríos baldíos de una resignada existencia. A Noelia la deseaba como un colegial, un amor de novela, noches blancas, esperas angustiosas y terribles hasta que ella aceptase lo inevitable, con padres incrédulos y resistentes a la diferencia, con la eternidad que asomaba como aquellos soles de ese extraño invierno; también con hoteles alojamientos -se permitió imaginar que ella podría despojarlo del amor cursi que practican algunos enamorados, con alguna palabra madura pese a su edad y a su imagen de chica bien, de tardes en el Rosedal, de pequeños excesos nada más que los sabados a la noche-, cuyos gastos afrontaría en base a sacrificios económicos menores, sólo para poder acariciar esa blanca carne por completo, sentirla trémula sobre su inflado pecho, enseñarle la pasión, aprender a disfrutar del épilogo de la fruición. La dibujó con cientos de figuras -olores, gestos-, pero ella trazaba su propia imagen todas las mañanas en que compartían viaje, sonriendo hermosa, amable; y a Hernán le quedaba espacio tan sólo para saludarla y admirarla, hechizado.
        Qué días cada viernes despues de aquél en que Noelia se subió puntual como de vez en cuando, le sonrió a modo de anticipo -qué linda es, como me gusta, se decía infantilmente Hernán- y después le dijo hola, qué tal. Tomó su boleto y él le sugirió lo último que ella escucharía de su boca: que no hacía falta abrigarse tanto, cosa que le había parecido desde que la encontró a lo lejos con la mirada, justo cuando pasaba frente al almacén chino Los Hermanos. Sonrió, caminó empujándose entre la gente, pidió permiso, clavo codos suavemente en algunas espaldas dormidas, comenzó a tener calor, balbuceó y la desoyeron, nadie la escuchó, quedó inmovil, volvió a hablar. Aire, necesito, aire, permiso, aire, por favor..., alguien, por, favor, me sien, to, mal, a, bran, que, ne, cesito, aire, ne, cesito, ai, re, por favor me siento mal necesito aire no puedo respirar aire por favor dejenme bajar que no puedo respirar abranme por favor ¡aire aire aire...! Y cayó al suelo. Se abrieron todos, llegó la ambulancia, Hernán gritó cosas, alguien hizo de medico o era medico, Noelia, colorada y demasiado abrigada, en el piso, con los ojos en blanco, la ambulancia que la carga en la camilla y se la lleva, los demás pasajeros con el pecho cerrado de angustia y miedo, excitados lugubremente y Hernán que la vería por última vez, sin la sonrisa en los labios, algo así como hace tres meses y medio.

martes, marzo 09, 2004

Madurez de mi barrio

        Escrito semanas atrás, sufrido hoy nuevamente, eterno en el mañana que proyecto por las noches en que mi barrio alza su luna llena por sobre las calles desoladas, éste sea quizás mi poema más sincero; y el que más duele.

No sé,
presiento las costumbres esconder miserias.
Escombros sin gloria, pestañas que no mueren,
triste, inútilmente
confirman una vacía sospecha:
mi barrio,
este el que soporta mi descuidada infancia,
ha cambiado.
Muchedumbres comparten nadas ajenas.
Altruistas del espejo abovedan su sombra.
Ausentes vecinos
deshabitan de barrio bosques de cemento,
chicos ganando la calle perdida de los niños,
manzanas sin esquinas.
No hay buenos abrazos,
ni viejitos
sentados silenciosos en las veredas,
arrabales de muerte.

En vano el indulgente sol deshilacha
lo que la noche teje,
urde entre la multitud de gente, de quietud:
escencias de nada,
inmóviles,
desangelados
ante la oscura ignorancia que acomete la sombra
contra la tristeza,
duele la luna como el fin de un carnaval,
como el insomnio de la soledad.

El alba. El poniente.
Los diareros, ese único olor a lluvia
-tierra mojada-
que egoísta altera planes
e irrecuperables amaneceres soleados apenas,
las estrellas (alhajas que amarmolan la noche),
desamores que ayudan los recuerdos,
albures de amoríos imborrables,
la espalda del ruido en hondas calles,
las nubes, los velorios -y la muerte-:
eso no ha cambiado, el resto sí.
Es otra la mirada de la gente.

sábado, marzo 06, 2004

Besos de salva

Arriban
desde el mercenario insomnio perfumado
derramando
olores que rezumen nuestro antojo
y abrasan sin abrazos
desaucian las ausencias
desgraciadas
con el tiro de gracia del deseo

Frugales besos de salva disparan
que hieren
que matan
lacónicos
al pasado pecado de niña
coleccionan bocas que ocultan al despojo
en el sur
de su bitacora de morriña

Amor
que de la muerte esperas
las razones de su olvido
dile sí
dile

Una tiniebla casi irreconocible desde el Parque Rivadavia

        Froto las manos aunque no estoy nervioso, es un gesto. Me acerco o se arrima ella, no importa. Alrededor sé que hay un panchero, otra pareja, un hombrecito ajado, sucio por voluntad; también árboles peludos de hojas, mucho campo de plaza turnándose el pasto con la tierra, hay subibajas desnudos de pintura, un solitario tambor naranja y amarillo que nadie monta; el cielo, está Rosario llena de autos, como siempre. Vanamente están, hay, desfilan sus figuras, sus colores, pero son ajenas, como nunca hubieran sido si ella o yo no hubiéramos acortado así las distancias de nuestras bocas. Nos estamos besando y mis manos agradecen su divorcio, tocan su espalda bajo la remera. El tiempo pasa volando, como las nubes arriba del broche azul en su pelo que voy a regalarle para despejar, desvestir su cuello de finos lacios pelos negros y poder besarlo, olerlo todo.

        Apareció la noche de repente, y nos besamos tan poco, aunque dulcemente, sin el frenesí con que enlazan sus labios y sus cuerpos los Recicladores. Como Rodrigo. Lo que lo envidiaba cuando salíamos a bailar, lo conté mil veces, en esas matinees del Viejo Correo; despues también ya de grandes en esas giras memorables y banales que tanto disfruté, aunque íntimamente, cuando volvía a casa y apagaba la luz y me ponía a mirar la tele, las sufría extraordinariamente por saberme tímido y desafortunado con las chicas, medio boludo, sin reconocerlo. Pero mi suerte corrió para su lado, este barranco a mis espaldas que es ella, que no admite un paso atrás, como sí accede ante los Recicladores, quienes repiten sus hazañas circularmente, donde cada orilla permite desdecir el beso, olvidar la boca caminando por los redondos límites de su propia conciencia. A veces pienso que perdí mucho tiempo buscando la mujer, ese tiempo que compañeros como Rodrigo usaron (si, usaron) para recorrer la circunferencia imaginaria trazando relaciones que pasaban todas, en algun sentido, por el centro mismo de su persona, que conocen de sobra (¿tal vez de probarse tantos zapatos?), el punto desde donde veían todo redondo, sin bordes de angustia, sin la traición como un filoso ángulo y mucho menos con precipicios como éste, el mio, que tengo atrás y que no caigo porque ella ahora también está acariciando mi espalda y dice algo ilegible en el oído, tal vez fue un exhalación, mientras vuelvo a su rostro contorneado casi en celeste por la luna y esfumo otras chicas que codicié en silencio y que ella no será.

        El tiempo que cómo pasa, ya es de noche. Caballito es una tiniebla casi irreconocible desde el Parque Rivadavia. Ella y yo nos estamos besando ahora con desenfreno, sin reserva, intuimos una conexión que empequeñece la sexual, no le voy a tocar la pierna todavía. No sé por que sabemos que el sexo llegará tarde o temprano, ahora chocamos las bocas y el presente; los pasados se mezclan como saliva, se diluyen y ambos nos sentimos seguros, resguardados entre labios del desconocimiento mutuo, del futuro que ignoramos, vendrá o no. Mecemos ambos pies que cuelgan, jugamos, miro como su cabeza parece quieta ante el bamboleo del edificio a su espalda como un péndulo, cuando los que nos movemos tal vez seamos nosotros.

        Todas las noches es igual, pero sin la amargura de la rutina, casi exhasperadamente se dibujan en la vaga sombra que los árboles ensayan sobre estas hamacas los mismos besos, caricias, miradas, las mismas sensaciones, Andrea, por eso nosotros no podemos seguir saliendo; la deseo tanto, la sueño tanto a ella que culposamente puedo mirarte sin que mi estomago cosquilleé con esta convicción de que te traiciono, una dualidad donde reciclo y me encanallo y la necesito y la quiero, la fantaseo mientras ovillo este confuso sentimiento, perdoname.

jueves, marzo 04, 2004

Sonrisa para la nada

        Hoy me desperté con el derecho de sonreirle a la nada. En las primicias de otro día, no son la neblina de un otoño acodado, el pavimento lustrado por el rocío o la pastilla permitida por la ley y los psiquiatras razones como para no andar mostrandole los dientes y los hoyuelos a la mañana que ayer me levantó con sol, aunque, lo sabemos, también con nubes tan grises que deshilachaban mi cielo, no aquel que está tan lejos pero siempre está, sino este próximo que también está aunque a veces juegue a la escondida -breve en vigilia matinal, consecuente cuando los recuerdos se cuelan por entre las rendijas de la persiana que bajamos al subir la luna.
        La de hoy era una sonrisa auténtica, fatal, o sea que no se evita; la de hoy era una sonrisa auténtica, inesperada como una antigua novia que regresa olvidando nuestros ladridos, nuestros reniegos, olvidando nuestros olvidos (y tal vez por eso una antigua novia regresa); como una carta del viejo amigo que vuelve recordando al menos su tierra y mis brazos, nuestros recuerdos (y tal vez por eso el viejo amigo regresa). Una sonrisa tan auténtica, extrañamente verdadera que sospeché que la noche anterior le perteneció a otro, quizás a la militar conciencia que doctrina reclusión y si señor carrera march cuando descansamos de las culpas cuerpo a tierra carajo que cupido dispara.
        Claro, habrán ya adivinado que mi sonrisa tan auténtica, distinta a esas de espejo que usamos por la vida, por las calles en las que todos andamos jugando al abogado, al cadete, al bancario, al deportista, al buen hijo, calles bendecidas de resolana, fue una sonrisa protegida por la militar vocecita, auditada por las antiguas novias que no regresaran, los viejos amigos, y por supuesto, comonó, monitoreada como cuenta de alegrías en rojo. Y se fue apagando de a poco, entonces dejó de parecer tan auténtica -e incluso tan- y volvió a ser sólo un gesto de oficina, un si todo bien gracia´ dió, una fiesta de ignorancia, festejo con musica y alcohol -que siempre es mas cómodo que preguntarse por qué el cielo éste siempre está gris y nublado.
        Decía que habran ya notado que mi sonrisa tan auténtica volvió a enfrentarse con su reflejo y se vio falsa, sin embargo brillosa, empilchada para alguna otra ocasión, dorada, mentirosa, llamativa como billouterie de fantasia, como lugar público para los malandras de fajina, y revisó la realidad: la neblina de un otoño acodado se convirtió en mal augurio tempranero; el pavimento lustrado por el rocío, resaca de dios triste tras otro dia de penas; la pastilla permitida por la ley y los psiquiatras, una ayuda ilegal e ilegitima para poder seguir siendo abogado, cadete, banquero, deportista, buen hijo.
        Y vi por ende que mi sonrisa tan autentica era apenas una melancolia empeñada de otros dias que cambié para vivir hoy con el derecho de sonreirle a la nada.

Ruin de mañana

cuando obstinado me repito
qué es una letra más
o una letra menos
inmediatamente
el mismo sol de ayer
los miedos latiendo en frascos
la postergación sin fin de mis promesas
(hoy no se fia, mañana si)
y la soledad que no paga pero consume
me recuerdan
cuánto influye una letra más
o una letra menos

no es lo mismo
ruin
ruina
que rutina

El palíndromo de hoy

Sola, ve, llevalos.

martes, marzo 02, 2004

Sobre ser niño

Mucha magia y mucha suerte
tienen los niños
que consiguen ser niños.
        Eduardo Galeano

ser niño
es embarrar la ropa
el protocolo
es correr rápido
sin apuro
es regalarse sueños
sin envoltorio
saltar
comer helados en invierno

ser niño
es ahuyentar la hipocresía
es cambiar el llanto
de golpe por la risa
tener mil novias y ninguna
decir buen día si te obligan
limpiarse los besos
de las tías
ser niño
para querer ser grande
sin serlo todavía

ser niño
andar
quien sabe
sin la vida

ser niño
es no saber la muerte
serle esquivo
gambetearla por las tardes
en la esquina
enfrentar a todos
con inocente hidalguía
brindarse a la alegría
sin excusas ni excepciones

ser niño
tocar la luna si se puede
contar estrellas
ovejas si está oscuro
ser niño
conformarse con el sol
y codiciar culposamente
una alcancía
ansiarlo todo sin tener nada
sacar amigos de la almohada

ser niño
es un recuerdo
que se olvida

ser niño con su infancia
ser niño
con caprichos
sin nostalgia
ser niño a toda hora
y sin horarios de oficina
ser niño
sin contar las calorías
hacerle asco a las verduras
juntar bichos
en los frascos

ser niño
y el universo en nuestro patio
saltar al abismo
desde un banco
ser niño
es saltearse la merienda
rasparse las rodillas
asaltar la noche
en cama de los padres

ser niño
pregonar la vagancia
qué osadía
ser niño
gozar
del derecho a la ignorancia

Cama

        Cama. Todo las mañanas cama. Todas las madrugadas ayer, y desayuno sola, acordarse de ponerle diez de súper y Nico dale que se hace tarde, ya es tarde. La cama siempre blanca, con el gordo al menos de vez en cuando, pero hijo de puta, todos los días cuidándole a su hijo mientras él... Toda blanca, densamente blanca, de noche, cuando la valentía es un refugio y el blanco imparte una sensación de vigilancia, de conciencia. Albo absceso de luz por las penumbras del sentimiento. Cama. Otra mañana de cama y el blanco que ahora es sólo blanco, el gordo un hijo de puta y el antifaz de la bonanza luce su feliz ornamento. Es tarde.
        Nos vamos Nicolás, dale. No, no puede venir a casa a dormir, no hay camas, acordate de que ya se la llevó tu papá de la cochera. Mañana te viene a buscar él, hoy es jueves. Guardá la pelota, dale. Dale. Dale Nicolás, dale, no la hagas enojar a mamá que ayer no pudo dormir bien y está muy cansada.
        Nicolás picaba la pelota contra la vereda, con el ruido irritante como el tic tac de un despertador -ese que todos los días la arrancaba del silencio habitable, abría la puerta de su oscuro cuarto llenándolo de una luz aciaga para que el gordo se esfumara, sin dejar de convertirse antes en el primer y mejor novio y ella de día en esa cama que ayer era tan insoportablemente blanca que también era una puerta del pasado, pero hoy era blanca sin una mancha, todo en hora, todo cartera y sandalias camel con pescadores blancos y poco maquillaje-, cuando el destino hizo que la bola naranja chocara con la arista del cordón y huyera hacia Av. Córdoba. Nico ofició de celador incauto y fue a buscarla, con la prisa de sus piernas cortitas y rellenas, con toda su prisa de niño. Se perdió detrás de un Polo Azul que le gruñó al asfalto. Tristeza, desgarro.
        Nico, Nico, me muero, me muero.
        La pelota rodó y se dejó ver sin Nicolás y ella soltó la cartera camel, al piso. Silencio negro, inhospito.
        ¡Ay gordo, me muero! Centenas de horas caben en un instante, sólo fueron segundos. Me muero.
        Después apareció Nicolás y ella corrió, gritando Nico Nico Nico. Estallido. Nico, Nico, me muero, me muero. Ay hijo mio, me muero. Silencio blanco, escena inmóvil, actores que no ingresan, que olvidaron su bolo, desconcertado el presente. Ruido de bocinas, un Fiat Spazio acelera de más y confunde su música bodria. Nicolás señala su pelota y muere, al verla descender a saltitos y morir detrás del tránsito.
        Otra mañana, ayer. ¡Nicolás!
        La puta que te parió, qué te dije de la pelotita de mierda cuando se va a la calle, no ves que casi te pisa un auto, qué iba a hacer tu mamá si te morías, eh. Me vestía de luto y me queba llorando, postrada en una cama, como quería tu padre cuando nos separamos, eh. Se iba a quedar sola tu mamá y no te importó, ¿no?; a vos sólo te importa la pelotita de mierda, ¿no?. Dale, vamos, subí al auto, ahora, dale, dale. Ya llegamos tarde, es tarde, vamos. Escuchame lo que te digo, eh, escuchame, hoy, vos, te vas a hacer tu cama.